Fotos y mapa de la ruta: Antonio Gavira
Una
luminosa mañana de un 8 de abril de 2017, primavera avanzada en esta dura
tierra que, tras un estío verdaderamente inhóspito, la metamorfosis otoñal
transforma en un paisaje bucólico que se prolongará todo el invierno y gran
parte de la primavera, decidimos volver, una vez más, a este rincón de Morón de
la Frontera para continuar la búsqueda de orquídeas en el Alto Guadaíra.
Nos
acercábamos por la vereda de Morcillo, entre olivares y tierra calma. A la
altura del cortijo de Pozo del Rosal nos desviamos a la derecha, por un carril
ya conocido. El camino, que asciende una pequeña loma, da paso a la cabecera
del arroyo de El Santo.
Con
El Sierro como referencia, descendimos hacia un vallecillo entre cerros
alomados, unos cultivados y otros dedicados a la ganadería caprina y bovina. El
cadáver de alguna res se encontraba en el cerro más cercano y un gran número de
buitres, unos girando en círculos en el cielo y otros ya agrupados en el suelo,
parecían querer dar buena cuenta de los restos.
Dejamos
el vehículo en un pequeño puerto, línea divisoria entre la cuenca del Corbones
y el Guadaíra y, volviendo sobre nuestros pasos, buscamos entre el vallado un
conocido portillo que nos proporcionó acceso a las tierras que deseábamos
recorrer. Tras pasear unos metros por un cómodo camino, apareció a nuestra
izquierda el blanco brocal de un pozo, cofre que guarda el tesoro más valioso
de estas tierras, el agua, y un pequeño abrevadero.
Desde una grieta en la base del brocal, las escasas aguas fluían suavemente formando pequeños meandros y charcas, donde algunos insectos eran observados ávidamente por varias ranitas que a nuestro paso desaparecieron bajo unos níveos ranúnculos acuáticos.
Continuamos la marcha, pues nuestro objetivo era estudiar las orquídeas que pudieran crecer en la zona, aunque pronto nos encontramos con una dificultad, un vallado levantado a base de viejas traviesas de algún antiguo tren que dejó de prestar sus servicios y que fue desmantelado para dar mejor uso a sus maderas.
Más
allá, el camino se convirtió en algo menos que una senda que, discurriendo
paralela al arroyo, se ceñía a la empinada ladera de un monte descarnado que
mostraba sus entrañas yesíferas. Pronto se abrió ante nosotros una pradera,
abrazada por su izquierda por El Santo y por su derecha otro arroyo, aún más
pequeño e innominado, que va a nacer en una no muy lejana olmeda en las
cercanías del cortijo de los Tres Pozos.
En
esta pradera, entre la miríada de florecillas, encontramos las primeras
orquídeas, flores tan excepcionales por su semejanza a insectos u hombrecillos,
como por sus nombres que reflejan fielmente sus formas: flor de la abeja, flor
de la avispa, abejera oscura, moscas, abejorros, flor del hombre ahorcado, flor
de los hombrecillo y quizás el más sugerente, espejo de Venus, con su metálico
espéculo barbado.
Pero lo mismo que encontramos estas plantas, nos volvimos a encontrar con un nuevo vallado y sus respectivas traviesas, aún más alto y difícil de sortear. A ras de suelo vimos un paso de animales y, como ellos, nos arrastramos para poder sortear el nuevo obstáculo.
Al pie de una alta loma, en cuya cúspide pastaba tranquilamente un rebaño de vacas retintas, iniciamos nuestra marcha en dirección Sur. Hacia ellas nos dirigimos subiendo suavemente la pendiente, fotografiando y anotando la ubicación de las orquídeas que localizábamos, hasta alcanzar su cima, un pequeño cerro culminado por un majano desde el que se divisaban otros vallecillos y barrancos en el entorno, que vertían sus escasas aguas al Salado.
Las vacas siguieron con su incansable rutina de rumiante. El sol siguió recorriendo la bóveda celeste, y nosotros, tras tomar unas fotos para el recuerdo, decidimos iniciar un suave descenso entre la verde hierba de la ladera, donde apreciábamos multitud de orquídeas amarillas y negras, buscando nuevamente el arroyo de El Santo, disfrutando de la luz y los colores del paisaje primaveral.
Cerca
ya del arroyo Salado, en el que vierte sus aguas El Santo, decidimos vadear su
abarrancado cauce junto a un esquelético taraje y, no sin esfuerzo, cruzar a
los cerros de la margen izquierda, pues su orientación al noroeste, hacía de
sus laderas lugares más frescos y umbríos, características que las orquídeas no
suelen dejar pasar.
En
esta vertiente no había caminos. Por aquí y por allá nos incorporábamos a lo
que parecían sendas vaqueras que terminaban difuminándose entre la vegetación
de espinos, lentiscos, matagallos, rosales, romeros y aulagas, para volver a
aparecer en algunas praderas donde nuevamente volvimos a encontrar pequeños
rodales de orquídeas, algunas ya conocidas, pero otras, de atractivos colores
violáceos y rojo tinto, resultaban nuevas, por lo que las capturamos y las
añadimos a nuestra colección digital para su posterior reconocimiento.
Decidimos
ascender las empinadas laderas, ya que, por momentos, las sendas y la pendiente
se habían tornado algo peligrosas. La vegetación, a la que nos agarrábamos como
a un salvavidas, parecía impedirnos el paso. Poco a poco fuimos tomando altura,
hasta alcanzar la dorsal de esta cadena de cerros. Tras el esfuerzo, acalorados
por la subida y la temperatura que, como nosotros, había ido elevándose,
descansamos un momento disfrutando de una panorámica extraordinaria. Muy cerca,
casi a nuestros pies, se encontraba el encajado cauce por el que discurre el
arroyo Salado. Frente a nosotros los pinares de repoblación de Las Beatas, a su
izquierda los pináculos del Tranquero y, algo más lejos, el impresionante
farallón de La Serena, vértice geodésico coronado por el vuelo de los buitres.
Mientras
observábamos el escenario, nos llamó la atención un árbol solitario. Al
acercarnos comprobamos que se trataba de un viejo peral silvestre, a cuyos pies
existía otro amontonamiento de piedras, casi imperceptible entre el manto de
vegetación, que dejaba intuir los restos de alguna humilde morada, convertida
en un túmulo en el que habitasen únicamente los recuerdos de aquellas gentes
que, en otro tiempo, ya muy lejano, poblaron este rincón de la serranía.
Al
abandonar el lugar con la mirada baja, ensimismados por la belleza del paisaje
y meditando sobre la ardua tarea de vivir, generación tras generación, es
este apartado lugar, nos llamó la atención algo redondo y metálico
semienterrado en la tierra: una moneda, una humilde moneda de cobre de 5
céntimos, de cuando reinaba en España Isabel II, que alguien, más necesitado
que nosotros, había perdido hacía más de 150 años.
Depositando
la moneda al pie del viejo peral, marchamos a paso vivo en dirección norte, por
la dorsal de estos abarrancados cerros, cuando, con un sol de justicia que
parecía expulsarnos de estas tierras y, tras rodear, pues ya estábamos agotados
para coronar, una alta colina, nos encontramos a otro grupo de rumiantes bajo
unos eucaliptos y, junto a la arboleda, una pequeña fuente y junto a la fuente,
su abrevadero, cuyas aguas completaban la triada de pequeños manantiales que
alimentan y forman el arroyo de El Santo.
Cruzamos
el lugar sin detenernos y, al ascender una suave cuesta, el camino quedó
interrumpido por un nuevo vallado, sus correspondientes traviesas y por una
gran cancela que daba acceso al camino que nos llevaría de vuelta al coche y
que no dudamos en saltar sin contemplaciones.
Contentos
por el gran número de orquídeas que habíamos recolectado en nuestras cámaras,
rodeamos El Sierro, casi una montaña con sus más de 390 m.s.n.m., en cuya
cúspide sobresale el roquedo calizo que, desde las profundidades de la Tierra,
a duras penas ha conseguido emerger entre los materiales del Trías y donde el
hombre, desde el Paleolítico, ha dejado huella a través de su industria,
persistiendo, aún hoy, en el intento de no abandonar estas sierras.
Llegados
al coche con el sol del medio día, iniciamos la vuelta hacia la vereda de
Morcillo dejando a nuestras espaldas El Sierro, El Santo, buitres, orquídeas,
un viejo peral, testigo de vidas y recuerdos, ya casi olvidados, y una pequeña
y humilde moneda de 5 céntimos.
Antonio Gavira Albarrán
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